La historia de la muerte
de Jesús está, detalladamente relatada, en los evangelios. Una historia que, en
sustancia, nos viene a decir que Jesús fue un galileo del siglo primero, que,
como tantos otros galileos de aquel tiempo, fue visto como un agitador popular,
como un hombre peligroso para la religión establecida, para el templo y sus
sacerdotes, como un desobediente y un escandaloso, un infiel y un blasfemo, en
definitiva, una amenaza grave para la estabilidad y la paz del sistema de
convivencia que habían aceptado y acordado los dirigentes del sanedrín con los
romanos, el poder de ocupación en la Palestina de aquel tiempo (cf. Jn 11,
47-53). La historia de la muerte de Jesús es la historia de un hombre libre
ante los poderes de este mundo. Jesús fue un místico, un profeta, un hombre
sensible al sufrimiento de los que están abajo en la historia, la eterna
historia de los vencidos, los oprimidos, los "nadies" de este mundo.
Y eso, sencillamente eso, fue lo que le llevó a la muerte.
Pero ocurrió que esta
historia, en aquel tiempo y en la cultura del Imperio romano, tropezó enseguida
con una dificultad casi insuperable. Después de la muerte de Jesús, sus
seguidores empezaron pronto a predicar que aquel galileo, que había sido
ejecutado en una cruz por el poder romano, era el Dios en el que ellos creían.
Ahora bien, en el Imperio romano era imposible afirmar y defender que se tenía
como Dios a un crucificado. Creer en un "dios crucificado" era peor
que una locura. Representaba la descalificación total, la exclusión de la
sociedad y la maldición del cielo. En todo caso, un "crucificado" no
podía ser, para las gentes de entonces, una representación religiosa en modo
alguno. Basta leer a Tácito o a Cicerón para darse cuenta de esto.
Así las cosas, la
teología del Nuevo Testamento, especialmente la de san Pablo, encontró una
explicación plausible de aquella historia inaceptable. Se trata de la
explicación que presenta la muerte de Cristo como el "sacrificio
expiatorio" que Dios necesitó para perdonar nuestros pecados (Rm 3, 25-26;
4, 25; 1 Cor 15, 3-5). De ahí toda la teología según la cual Jesús fue
entregado a la muerte por nosotros y por nuestros pecados (Rm 5, 6-8; 8, 32;
14, 15; 1 Cor 1, 13; 8, 11; 2 Cor 5, 14; Gal 1, 4; 2, 21; Ef 5, 2). Una
teología que se terminó de complicar cuando, a partir del s. III, se introdujo
la explicación - tomada del derecho romano - según la cual la muerte de Cristo
fue la "satisfacción" que Dios exigió al hombre para concederle el
perdón del pecado, la ofensa "infinita" que se le hace a Dios. Una
teoría que, en el s. XI, fue desarrollada, de forma tan brillante como
desafortunada por Anselmo de Canterbury.
Lo que pasa es que, al
explicar la muerte de Jesús de esta manera, la teología no tuvo más remedio que
presentar a Dios de tal forma que, en el fondo, lo que se vino a decir es que
Dios, que, por una parte, se define como "amor" (1 Jn 4, 8. 16), es
un ser tan incomprensible que, para perdonar a quienes le ofendemos, necesita
el sufrimiento, la sangre y la muerte de su Hijo. Es el "dios
vampiro", del que habla F. Nietzsche. Lo cual, en definitiva, termina
diciendo que la teología de la muerte de Cristo salva al hombre a costa de
destruir la posibilidad de que mucha gente crea en semejante Dios. Un Dios, que
necesita sangre para perdonar, es un monstruo increíble.
Yo me identifico con la
"historia" de la muerte de Jesús. La "teología", el dogma,
que explica esa muerte de Jesús, me parece aceptable solamente en el sentido
inteligente y profundo que, según Johann Baptist Metz, tiene el dogma. La
explicación de Metz es lúcida y exigente: "La fe dogmática o fe
confesional es el compromiso con determinadas doctrinas que pueden y deben
entenderse como fórmulas rememorativas de una reprimida, subversiva y peligrosa
memoria de la humanidad... Las profesiones de fe y los dogmas son fórmulas
"muertas" , "vacías", es decir, inadecuadas... cuando los
contenidos que traen a la memoria no ponen de manifiesto su peligrosidad...
cuando esta peligrosidad se difumina bajo el mecanismo de la mediación institucional,
y cuando, en consecuencia, las fórmulas sólo sirven para el auto-mantenimiento
de la religión que las transmite y para la auto-reproducción de una institución
eclesial autoritaria que como transmisora pública de la "memoria"
cristiana ya no afronta la peligrosa exigencia de dicha memoria".
Resumiendo: la memoria
de la muerte de Jesús es, por supuesto, devoción, piedad, paciencia, fortaleza,
generosidad, amor... Pero, sobre todo, la muerte de Jesús es el recuerdo
peligroso de una libertad que empuja a luchar contra el sufrimiento incluso a
costa de pagar esa lucha con el propio sufrimiento que lleva derechamente a
quedar en ridículo, a ser excluido, a terminar en la calle, en la nada, en la
soledad del que parece un tipo raro o incluso un inútil. La cruz no es una
condecoración y menos un adorno. Es siempre una "memoria que nos enfrenta
a un peligro", el peligro que corrió Jesús y en el que acabó sus días.
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